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La última palabra.


Mientras despedía su cuerpo, el bullicio de la gente se tornaba en palabras y anécdotas que ahora no puedo recordar. Recuerdo a mi tío lamentando las decisiones que había tomado en la vida, pensando en cómo sería su propio funeral, recuerdo a mi madre aturdida e inconsolable y también a la incómoda viuda de mi tío riendo y criticando cual si estuviera en un desayuno con amigas.


No recuerdo mucho más que gente yendo y viniendo, o a mi padre conteniendo el llanto, o a mi hermano junto a mi casi todo el tiempo. A diez años de su muerte aún trato de explicarle a la gente la manera en que nos decíamos mucho con mirarnos, la manera en que sin tener que decir nada los lunes a las nueve teníamos una cita para desayunar en la cafetería del ultimo piso en la clínica donde le sacaban sangre, y hablábamos sin hablar, y nos despedíamos poco a poco.


Con el afán de nunca olvidarlo, recuerdo, cuento, repito y probablemente también invento las cosas que viví con mi abuelo pero con él se fue todo un lenguaje vasto y preciso, una mezcla de señas, imágenes, palabras y gestos que tardamos dieciocho años en construir para nosotros mismos. En un instante, todo eso se convirtió en una lengua muerta. 


Estos libros son mis lenguas, las que aún hablo, las que aún me quedan.